Mariana Sanguinetti Docente de grado y postgrado en la Universidad ORT Uruguay
El empoderamiento no se decreta: se construye. Requiere esfuerzo, convicción y estudio. Pero por encima de todo requiere transformación educativa. Hablar de mujeres en tecnología no puede limitarse a frases inspiradoras ni a declaraciones de buenas intenciones. Requiere hablar de acceso, de formación, de autoestima profesional y, sobre todo, de oportunidades reales. En un campo que cambia tan rápido, quedarse atrás no es una opción. Pero avanzar exige condiciones.
Mi camino profesional en tecnología comenzó desde un lugar inesperado: la comunicación. Llegar a desempeñarme en cargos C-Level me exigió atravesar un territorio que, en sus inicios, me era completamente ajeno. Aprendí blockchain leyendo whitepapers diseñados para ingenieros, cuando ni los webinars ni los cursos existían. Y una vez que dominé ese lenguaje, me adentré en Bitcoin, con aún más complejidad. Fue un proceso arduo, pero no solitario. Aunque el ecosistema era mayoritariamente masculino, encontré colegas generosos y una red de mujeres dispuestas a apoyarse entre sí.
En paralelo, desde el ámbito académico, abordé esta misma brecha desde otro ángulo. Como parte del EMBA de ORT, analicé la base de datos de la encuesta UTIC 2022, que relevó el acceso a tecnología en los hogares uruguayos. Al hacer foco en los hogares con jefatura femenina, encontré un dato elocuente: hay un 12,4 % menos de computadoras en esos hogares. Además, la brecha entre Montevideo y el interior sigue siendo significativa.
Pero la diferencia no está solo en los datos. También está en las aulas. Como docente, observo cómo incluso en espacios de acceso privilegiado como ORT, en grado y postgrado, las mujeres muestran menor adopción y exploración del entorno tecnológico que sus compañeros varones. Uno tendería a pensar que eso ocurre solo en generaciones mayores, pero también lo veo en estudiantes de 20 años. Si esto sucede en instituciones con recursos, ¿qué ocurre en el resto del país?
En el mundo profesional somos pocas las mujeres que ocupamos lugares de decisión en tecnología. Y muchas veces no es porque falte capacidad, sino porque falta impulso. El síndrome del impostor sigue vigente. A veces ni siquiera nos postulamos a los cargos.
Desde la docencia trabajo activamente para acortar esa distancia. En mis clases dedico tiempo a nivelar conocimientos en el uso de herramientas como inteligencia artificial. La idea es clara: que todos, independientemente de su género o afinidad previa con la tecnología, partan desde la misma base.
Pero la transformación educativa no ocurre sola. Necesitamos que los profesionales más competentes y activos en la industria se involucren en la formación, aportando experiencia viva, pensamiento crítico y mirada estratégica al aula.
En la Cátedra de Modelos de Negocios Digitales formamos un equipo docente de altísimo nivel. Nos retroalimentamos semestre a semestre, nos desafiamos y nos acompañamos. En el último parcial decidimos no utilizar ChatGPT como herramienta complementaria, sino convertirla en el centro de la experiencia evaluativa. Los estudiantes debían resolver el examen pensando con la herramienta, no simplemente usándola. Los resultados fueron increíbles. No solo entendieron cómo aplicarla: pensaron con ella.
Esa es la educación que necesitamos: desafiante, real, sin miedo.