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Tengo desde hace más de diez años un programa de radio llamado “Preferiría no hacerlo”. Es una frase que me encanta, tomada de una nouvelle de Herman Melville, el autor de Moby Dick, que se llama Bartleby, el escribiente.

08 Agosto de 2023 14.07

Es Wall Street, a mitad del siglo XIX, el mundo se ha echado a andar y todo lo que se avizora es progreso. Bartleby se incorpora a un estudio de abogados como copista. Se muestra diligente y eficaz hasta que a partir de cierto momento dice “preferiría no hacerlo” y se niega a realizar una tarea. La costumbre se repite al punto en que su reticencia es destructiva, como una herramienta tirada por un ludita en la maquinaria, logrando que nada funcione. La catástrofe termina siendo total y se inició en una simple frase: “Preferiría no hacerlo”.

Se ha escrito mucho sobre la interpretación que se le puede hacer al escrito, casi tanto como lo que se especuló con Moby Dick (Melville debe haber generado más tesis doctorales que Foucault). Lo que me gusta a mí es esa firme y educada forma de pararse frente a lo que se espera de uno; una negativa rotunda, casi arbitraria, pero que no deja dudas; como la famosa foto del alemán que no hace el saludo nazi rodeado de un mar de brazos extendidos. Preferiría no hacerlo.

Elegí ese nombre cuando arranqué el programa en 2013, un poco pensando en que me resultaba agobiante estar siguiendo la agenda generalizada de discusión política (¡hace diez años ya estaba harto!) y que quería seguir mi propia agenda, hecha de películas, canciones y libros. Más o menos me mantuve en la misma tesitura.

Tuve mis momentos PNH a lo largo de mi vida, resistiéndome a unanimidades a las que quería evitar: me pasó en 1982 con Malvinas y también en mi reticencia a hinchar por la selección cuando no me gustaba cómo jugaba, lo cual incluye al mundial 1990, en el cual hinché por Brasil. Me pasó durante la pandemia, obviamente. No me gustan las opiniones obligatorias y tampoco me entusiasma hablar de lo que todos hablan. Llámenme esnob pero así soy.

(Corte a 18 de diciembre de 2022: el autor de esta nota en la calle festejando el mundial con cinco millones de personas. Durante cincuenta días no hace poco más que revisar videos. Llora con cada recuerdo. Se siente hermanado con la mayor parte de la población del mundo que admira y ama a Messi. Prefiere no preferir no hacerlo.)

La aparición de un par de notas en estos días relativizando o poniendo en cuestión la elección de Miami como nueva morada para los Messi Rocuzzo y la MLS como el ámbito deportivo para desplegar sus habilidades, me resultó irritante y me sumé a la turbamulta que los quería linchar, por ahora, simbólicamente.

Entendí la elección del Inter de Miami luego de la penosa experiencia parisina cuando vi las fotos y videos de la familia haciendo compras en el supermercado, antes de su debut. Luego de los tres partidos jugados hasta el momento, la convicción de que el nuevo destino era una jugada perfecta, se consolidó.

Las dos notas irritantes ponían esto en cuestión. La primera era del New Yorker, una revista legendaria, de corte progresista, con una trayectoria memorable pero que no logró sucumbir con calma a la ola de rechazo que provocó dentro del periodismo progresista de la costa Este la aparición política de Donald Trump. Un cronista de la revista, Jody Rosen, escribió sobre la sobredimensión del festejo luego del debut de Messi en el Inter, con su gol de tiro libre sobre la hora, considerando que el nivel deportivo de la liga no lo ameritaba. Un error de información de la nota (decía que Luis Suárez era chileno) lo convirtió en el hazmerreír de las redes.

La otra fue la de Damián Tabarovsky en Perfil, una nota muy desganada y displicente que rechazaba la nueva morada de Messi con la concatenación Miami, caca, Susana, Tinelli, balbuceada de una manera que no correspondía con las calificaciones de un escritor profesional.

Tabarovsky, al menos, entendía que no era la plata lo que motivaba la elección de la MLS y Miami. Cualquier jeque árabe sentado arriba de un pozo petrolero podía multiplicar la oferta por diez. El escritor se daba cuenta de que Messi eligió otra cosa, no lo podía entender y mucho menos explicar y simplemente le provocaba rechazo.

Hay una nota legendaria de Juan Sasturain comentando un libro de Sebrelli en contra del fútbol con un título memorable: “Vos, Sebreli, andá al arco”. La leyenda del fútbol de potrero indica que el arco es ocupado por el que sobra, el que no sabe jugar muy bien a la pelota. Es un desdén tan aristocrático como el de Sarlo queriendo ir a un museo el día que Argentina juega un partido del mundial. Uno querría decir “Vos, Tabarovsky, andá al arco” pero así se termina participando de un juego de universos que no se tocan, de incomprensiones radicales entre paradigmas que no pueden conversar entre sí; es decir, no se pueden entender si uno está parado en el otro lugar. Creo que de lo que el New Yorker y Tabarovsky no entienden va más allá del fútbol y no tiene que ver con que identifiquen inmediatamente un offside o sepan en qué país nació Luis Suárez.

 

El pobre muchacho del New Yorker no entendió, por ejemplo, que no importa la calidad de la liga en la que juegue Messi: es la liga en que juega Messi. De la misma manera en que el lugar de la mesa redonda donde se sentaba Arturo se consideraba la cabecera, la liga en donde juega Messi se jerarquiza porque es la liga en donde juega Messi. Y no sólo eso: es la liga donde él eligió ir en una situación en la que ya no le quedaba ninguna conquista deportiva por lograr. Su fenomenal perspicacia –y la del grupo que lo rodea en donde uno sospecha que su esposa y su padre tienen voz y voto– le hizo entender que jugar de local en una canchita de la capacidad del estadio de Arsenal de Sarandí le generaba una posibilidad totalmente nueva: la de tener a sus tres hijos en un corralito pegado a la cancha, como si estuviera jugando en la Ciudad Universitaria, y poder hacerles un guiño cómplice después de un gol. Es la imagen del supermercado llevada al campo de juego.

Después de cada partido del Inter Miami me paso buena parte de la mañana viendo los videítos de la transmisión y de los centenares de teléfonos de alta gama que tienen los espectadores. Que el gesto de Leo, que si Antonella estaba cerca de los chicos, que el amiguito negro de los hijo de Leo, que el abrazo y la charla de Beckham y Celia, la mamá del Diez, etc. Todo me parece fascinante, riquísimo en lecturas, divertido y emocionante. La felicidad de esos partidos jugados al trote y con tantas imperfecciones es extraordinaria y no hace más que poner de relieve cuánto mejor vive la gente en Miami que en Paris, mal que le pese a Tabarovsky.

De las cien historias que recopilamos en estos días, una de las que más me fascina es la de Beckham, el excrack de Manchester United, Real Madrid y la selección inglesa y actual copropietario del Inter Miami. Primero pienso en la fortuna de poder convencer al mejor jugador de la historia a jerarquizar una liga menor. Cuando se consigue tal cosa, uno está dispuesto a soportar todo tipo de comportamientos: que el jugador superlativo sea conflictivo, caprichoso, impredecible, con una corte de impresentables. Hay que estar dispuesto a que haya que conseguir a las tres de la mañana droga o una pizza que sólo se hace en un lugar a 1500 km. Y lo que le llegó a Beckham es una tribu de rosarinos calmos que rodea a un tipo reconcentrado acompañado por una familia que, por lo menos exteriormente, exuda felicidad. El supercrack sin conflictos.

Cuenta Beckham que cada mañana se levanta a las 7 para ir al entrenamiento y comprobar que su sueño es realidad, que el que está peloteando y charlando con sus compañeros es, efectivamente, Messi, el mejor jugador de la historia. Hay otra imagen notable y es la de Messi en cancha y desde uno de esos minipalcos pegados al campo, varios espectadores con sus teléfonos, tratando de registrar al astro desde cerca. Uno solo no está con el teléfono y mira reconcentrado, pensativo y sonriente, como tratando de experimentar esa cercanía lo más intensamente posible. Es Beckham.

Esa imagen, como la de Leo haciendo de Thor a los hijos que están a unos metros, fascina porque está dentro de los parámetros normales de la experiencia humana. Conjugan la magia de un superdotado con la felicidad de una persona normal. Ese es el secreto de la experiencia Miami de los Messi Rocuzzo. Es algo que Jody Rosen y Tabarovsky podrían entender si se sacudieran las redes de su ideología. A la adhesión prácticamente unánime a esa dicha simple y mítica a la vez me adhiero sin ningún reparo.

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