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Tom Crowley Jr. en la sede de Crowley Maritime en Jacksonville, Florida.
Millonarios

La increíble historia del emprendedor que usó una ley olvidada para mantener a flote y expandir el imperio naviero de su familia

Christopher Helman

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Al aprovechar un resquicio legal casi sepultado por el tiempo, Tom Crowley Jr. evitó el desguace de un buque europeo y lo convirtió en pieza clave para abastecer a Puerto Rico con gas estadounidense. Así consolidó la continuidad de una empresa familiar que desafía a gigantes globales desde hace más de un siglo.

30 Julio de 2025 14.37

El petrolero American Energy mide 275 metros de largo y tiene un casco negro. Su puente llega a la altura de un edificio de diez pisos. Desde la cubierta superior sobresalen las esquinas cuadradas de los enormes tanques donde se almacena gas natural licuado, pintados de un turquesa que combina con el color del agua en el puerto de Peñuelas, sobre la costa sur de Puerto Rico.

En junio, el barco —propiedad de la naviera Crowley Maritime, con sede en Jacksonville, Florida— hizo su primer envío a la isla: 130.000 metros cúbicos de gas natural licuado, traídos desde yacimientos de esquisto en Estados Unidos. El GNL llegó súper enfriado, a menos de 126 grados bajo cero.

Según Tom Crowley Jr., presidente y dueño mayoritario de la compañía, ese cargamento alcanza para generar la electricidad que consumen 80.000 hogares en un año. Crowley tiene 58 años y comanda la empresa familiar.

El American Energy es una incorporación reciente a la flota de Crowley, pero su aspecto reluciente engaña: no es un barco nuevo. Se construyó en 1994 y estaba a punto de ser desguazado cuando la naviera lo compró el año pasado por unos US$ 25 millones.

¿Por qué invertir en una embarcación con tres décadas encima, cuando cada día una docena de petroleros más grandes, modernos y eficientes cargan GNL estadounidense para exportarlo a distintos puntos del mundo? Y, por el otro lado, ¿por qué no puede uno de esos megapetroleros que operan en Luisiana o Texas hacer una simple escala en Peñuelas?

La respuesta está en la Ley Jones. Esta norma, sancionada en 1920 y también conocida como Ley de la Marina Mercante, establece que cualquier barco que opere entre puertos de Estados Unidos debe haber sido construido en el país, contar con tripulación estadounidense y navegar bajo bandera norteamericana. A menos, claro, que reciba una exención especial.

Portada de la revista Forbes con un retrato fotográfico de Thomas Crowley Jr.
Jamel Toppin para Forbes.

El American Energy se construyó en Francia, así que Crowley necesitaba una exención para que pudiera operar bajo la Ley Jones. Logró que lo aprobaran como barco amparado por esa ley gracias a un vacío legal: una norma de 1996 que autoriza el uso de buques construidos en el extranjero antes de ese año dentro del comercio regulado por la Ley Jones. "Nos preocupaba no encontrar ni una sola", admite.

Es ridículo. No debería hacer falta rescatar un barco viejo del desguace por una cuestión técnica para que un territorio estadounidense pueda recibir el mismo gas que Estados Unidos viene exportando a Europa y Asia desde hace años. Pero este caso muestra bien cómo Crowley aprendió a moverse en medio de las trabas regulatorias dentro de uno de los negocios más exigentes del mundo, el del transporte de bienes físicos.

De los 125 barcos que tiene la compañía, 112 cumplen con los requisitos de la Ley Jones. Con ingresos por US$ 3.500 millones, eso la convierte en la más grande dentro de ese segmento. Al mantenerse dentro de este sistema protegido, Crowley —que junto a su familia directa es dueña de cerca del 80% de la empresa, valuada en unos US$ 1.500 millones— logra competirle a gigantes como Maersk (US$ 56.000 millones en ingresos) o Cosco (US$ 32.000 millones).

"Aunque no impulsa a la compañía", dice Crowley, "la Ley Jones es algo dentro de lo que operamos", agrega.

En 1892, Tom Crowley, el abuelo del actual presidente, tenía 17 años y usó todos sus ahorros —unos US$ 80— para comprar un bote de remos Whitehall de 5,5 metros. Cada vez que un barco grande fondeaba en la bahía de San Francisco, él salía a remar con provisiones. Después del gran terremoto de 1906, Crowley ayudó al Banco de Italia, de AP Giannini (que más tarde se transformó en el Bank of America), a proteger el efectivo y los títulos de valor metiéndolos en bidones de leche que amarraban en un bote de su propiedad en el puerto.

Su hijo, Thomas Bannon Crowley, tomó el control de la empresa en los años 40. La condujo durante la Segunda Guerra Mundial y la hizo crecer con operaciones en Alaska y el Caribe durante la posguerra. Los barcos de la firma llevaron materiales para levantar Prudhoe Bay y el oleoducto Trans-Alaska. Luego del derrame del Exxon Valdez, en marzo de 1989, la compañía invirtió US$ 1.500 millones para renovar su flota de petroleros pequeños e incorporarles doble casco.

Cuando su padre murió en 1994, Thomas B. Crowley Jr. tenía 27 años, ya se había recibido en la Universidad de Washington y era un fanático de las computadoras. En las tres décadas que pasaron desde entonces, se encargó de romper con la idea de que los negocios familiares no sobreviven a la tercera generación. En ese tiempo se enfrentó con los sindicatos de estibadores, decidió cerrar el negocio de transbordadores en la bahía de San Francisco en 1997 y vendió rápidamente la línea naviera sudamericana de la empresa después de que fracasaran las negociaciones comerciales.

También supo aprovechar el paraguas de la Ley Jones para asegurarse contratos con la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), gestionando envíos de ayuda en situaciones de emergencia. Así fue como su compañía transportó medicamentos contra el ébola a Liberia y cargamentos de pollo congelado a Cuba.

La suerte también jugó un papel. El último gran contrato de Crowley con USAID venció el año pasado, justo antes de que la administración de Donald Trump decidiera cerrar la agencia y suspender la mayoría de sus programas.

Incluso quienes defienden la Ley Jones, como John McCown —ex operador de una empresa de transporte de contenedores y hoy vinculado al Centro de Estrategia Marítima—, reconocen que la norma encarece los envíos en un 20%. Pero, según él, "se amortiza con creces en términos de los beneficios para la seguridad nacional que supone contar con una flota mercante preparada". Si se derogara, McCown cree que los gigantes del transporte global, que operan con costos más bajos, tomarían rápidamente todas las rutas entre Puerto Rico, Hawái, Guam, Alaska y el territorio continental.

"En esencia, Estados Unidos necesita poder operar barcos", sostiene Crowley. En 2017 consiguió su contrato más importante con el Departamento de Defensa: manejar la logística para enviar 300.000 equipos por año. Ese acuerdo se renovó en 2024 por un total de US$ 2.300 millones a siete años.

Después del desastre que dejó el huracán María en 2017, Crowley trasladó a Puerto Rico 40.000 postes de luz, 7.000 transformadores y 16 millones de kilómetros de cable. Incluso en los mejores momentos, el sistema eléctrico de la isla es inestable. Por eso, la empresa empezó a recibir el mismo pedido de parte de farmacéuticas y distribuidores de alimentos que buscaban invertir en sus propias microrredes alimentadas con gas: necesitaban asegurar un suministro eléctrico alternativo.

"Hay que encontrar la manera de llevar GNL estadounidense a Puerto Rico", era el reclamo. ¿Y por qué no hacerlo? "Estados Unidos tiene un suministro infinito", responde Crowley.

Hace diez años, Estados Unidos no exportaba nada. Hoy envía al exterior 340 millones de metros cúbicos de gas por día, lo que representa el 9% de su producción total. Sin embargo, nada de ese gas llegaba a Puerto Rico porque no existía en todo el mundo un solo buque metanero que cumpliera con los requisitos de la Ley Jones, y no importaba cuánto se ofreciera por uno.

Al principio, Crowley trasladaba pequeñas cantidades de GNL en contenedores aislados que se descargaban con camiones. Pero ese sistema era extremadamente ineficiente. Entonces, la empresa contrató a Fincantieri Bay Shipbuilding, un astillero en Wisconsin, para construir una barcaza de GNL de 122 metros que hoy se usa en el puerto de Savannah, en Georgia, como estación de servicio móvil para barcos. El problema era que no tenía el tamaño necesario para llegar hasta San Juan. Además, la última vez que un astillero estadounidense fabricó un buque metanero de gran porte fue hace medio siglo.

Estados Unidos supo ser una potencia en la construcción naval. Para 1776, la madera de los bosques del este del país abastecía un tercio de los barcos de la Marina Real Británica. Durante la Segunda Guerra Mundial, llegó a fabricar más de 5.000 embarcaciones. Hoy, esa cifra cayó a menos de diez por año, lo que representa menos del 1% del tonelaje transoceánico global.

La industria pasó a manos asiáticas. Gracias a subsidios estatales, leyes proteccionistas y salarios bajos, China lidera el sector con el 50% del mercado, seguida por Corea del Sur y Japón.

Crowley dice que le gustaría construir un buque en Estados Unidos, si eso tuviera sentido económico. Dos de sus embarcaciones —El Coquí y Taíno— tienen seis años y combinan transporte de contenedores con vehículos entre Jacksonville y San Juan. Se construyeron en Pascagoula, Misisipi. Según Nick St. Jean, capitán de El Coquí, el sistema de propulsión a GNL funcionó con gran confiabilidad y es más fácil de mantener que los viejos motores diésel a vapor. Además, reduce un 40% las emisiones de carbono.

Los principales competidores de Crowley, Matson Shipping y Pasha Group, mandaron hace poco a Asia un barco viejo —fabricado en Estados Unidos y compatible con la Ley Jones— para cambiarle los motores por unos nuevos, más eficientes y que funcionan con GNL. Según Matson, la renovación costó US$ 72 millones, más que el valor de un buque nuevo construido en China. Por ahora, el American Energy sigue operando con turbinas a vapor.

No todos los barcos de Crowley cumplen con la Ley Jones. La empresa alquiló sus cuatro portacontenedores más nuevos —para rutas entre Florida y Centroamérica— en el astillero Mipo de Hyundai, en Corea del Sur. También tuvo que comprar buques de carga rodada construidos fuera de Estados Unidos para poder ajustarse a las condiciones del contrato con el Departamento de Defensa. "Los necesitábamos con urgencia, así que compramos buques extranjeros", explica Crowley.

 

Fotografía de Avedis Zildjian III frente a la fábrica Zildjian Quincy
 

Críticos de la Ley Jones, como Colin Grabow, del Cato Institute, sostienen que si la intención de la norma era proteger e incentivar una flota naviera nacional fuerte, entonces fracasó por completo y debería eliminarse. Para Grabow, el hecho de que Crowley haya reacondicionado un viejo petrolero francés y lo rebautizara American Energy "demuestra los beneficios que se pueden obtener cuando se concede a los estadounidenses, incluso una exención parcial, de la Ley Jones".

Crowley sumó recientemente a su flota un remolcador fabricado en Estados Unidos: el eWolf, completamente eléctrico, construido por Master Boat Builders en Coden, Alabama. Tiene 25 metros de eslora, una capacidad de remolque de 70 toneladas y opera en el puerto de San Diego. El proyecto costó cerca de US$ 35 millones, el doble que un remolcador convencional. Si bien no emite gases contaminantes, su autonomía es limitada. Aun con los US$ 13 millones en subsidios que recibió del Distrito de Control de la Contaminación Atmosférica de San Diego y de la Agencia de Protección Ambiental de EE.UU., Crowley admite que no tiene sentido económico encargar otro.

De a poco, las decisiones van quedando en manos de la cuarta generación de la familia. Entre ellos, una hija que trabaja en seguros en Londres y Bannon Crowley, su hijo de 27 años, que se encarga de los remolcadores portuarios en Jacksonville. "Fui un administrador de todo esto", dice el actual presidente. "Intento enseñarles el mismo tipo de gestión", concluye.

 

Nota publicada por Forbes US

 

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